De
la Coca a la Cocaína
1. Una
Vieja Historia
La coca, al igual que la papa o el maíz,
pertenece, sin duda, al patrimonio cultural del continente americano. Según el
excelente estudio "Mama Coca" del etnólogo Antonil, editado en
Londres en 1978, sus orígenes se remontan a los comienzos del período
postglaciar, cuando el arbusto hoy conocido como «Erythroxylum coca» debe haber
sido descubierto en las faldas orientales de los Andes centrales por los
pequeños grupos de nómadas que empezaron a poblarlas.
Las más antiguas pruebas arqueológicas del
consumo humano de la hoja de coca datan del IV período precerámico, que se
extiende desde el año 2.500 hasta el año 1.800 antes de Cristo. La presencia
milenaria de la coca en las sociedades andinas también ha sido corroborada por
la costumbre ancestral de enterrar a los muertos junto con bolsas de hojas de
coca en calidad de viático para el «largo viaje a la eternidad».
Por otra parte, la cerámica de la mayor
parte de las culturas precolombinas en abundante testimonio de la práctica
masticatoria de la hoja de coca en lo que hoy son Bolivia, Perú, Ecuador y
Colombia ( (1)). Asimismo, la tradición oral nos habla del carácter telúrico de
la coca: entre los aymaras de Bolivia aún se transmiten de generación en generación
mitos y leyendas acerca del origen del «divino arbusto» en las tierras fértiles
del antiguo Kollasuyo.
Aunque aún no está totalmente zanjada la
cuestión de si en la antigüedad americana el consumo de la hoja de coca ya era
universal o, más bien, estaba restringido a ciertas élites, sí se sabe que en
la civilización incaica la coca desempeñó un rol de primera importancia. El
Estado la usaba tanto para la diplomacia del Inca (como expresión de amistad o
de retribución de servicios) como también en el ceremonial religioso de la
corte imperial; igualmente servía como moneda o instrumento general de
intercambio, pues se practicaba el trueque de coca por otros productos.
Lo que no parece haber existido es un
control o «monopolio» por parte de la casta gobernante sobre el conjunto de la
producción, distribución y consumo de la coca por la sencilla razón de que no
había medios para ejercerlo en todo el ámbito del gigantesco imperio. Por eso,
para asegurar la satisfacción de las necesidades del Estado y el consumo
personal de sus funcionarios, la administración incaica no se contentó con
imponer a los pueblos conquistados el pago de un tributo en coca, sino que,
además de ello, organizó un sistema de producción estatal de coca en
plantaciones que pasaron a ser propiedad del Inca; en ocasiones, los propios
trabajadores (mitimaes) eran utilizados para «expropiar» las cosechas de las
plantaciones no estatales.
Además de las funciones económica, política
y social que tenía la coca en la vida pública andina, no cabe duda de que,
desde antiguo, también poseía un valor de carácter sagrado, relacionado con el
mundo de las creencias religiosas. Así, los cronistas coloniales relatan la
costumbre de los aborígenes de echar hojas de coca al suelo, en honor a la
Pachamama (Madre Tierra), al iniciar las cosechas o al edificar una casa; o la
costumbre de ofrecer algunas hojas al dios Inti (Sol) o al fuego antes de
ponerse a coquear.
Cuando sobrevino la invasión española, a
comienzos del siglo XVI, la coca no tardó en ser asimilada por la nueva
economía colonial. Las plantaciones de propiedad del Inca fueron distribuidas,
por «encomienda» de la Corona española, a ciertos colonos y se autorizó el pago
de las deudas en hojas de coca. Ya en 1548, dieciocho de los cuarenta y cuatro
«encomenderos» de Charcas recibían hojas de coca como parte del tributo que
habían impuesto a los indígenas.
En la segunda mitad del siglo se produce un
auténtico «boom» de la coca. Su causa principal es, sin duda, la concentración
demográfica que se forma en torno a las minas de plata de Potosí: con 120.000
habitantes, Potosí era, en 1573, más grande que Sevilla, Madrid, Roma o París.
El descubrimiento de que las virtudes energéticas de la coca aumentaban el
rendimiento de los «indios» forzados a trabajar en las minas, a pesar de las
condiciones infrahumanas que les impusieron los «conquistadores», condujo a la
burocracia colonial española a la conclusión de que, así como «las Indias» no
eran nada sin Potosí, la colosal máquina potosina dejaría de funcionar sin la
coca.
De este modo se creó un enorme mercado
consumidor de la hoja de coca, a razón de 100.000 cestos (de unas 20 libras
cada uno) por año. Numerosos colonos empezaron a dedicarse exclusivamente al
comercio de la coca, mientras otros abrían nuevas plantaciones para aprovechar
la creciente demanda proveniente de las minas. En poco tiempo, el tráfico de la
coca se convirtió en un gran negocio y en el origen de fabulosas fortunas,
además de ser la segunda fuente de ingresos de la Corona española. En el Cuzco,
de donde salía el grueso de la producción con destino a Potosí., cuatrocientos
mercaderes españoles engordaban a expensas de la coca y tanto el obispo como el
resto de la frondosa jerarquía eclesiástica extraían la mayor parte de sus
rentas de los diezmos sobre la coca.
Hacia mediados del siglo XVII, los Yungas
de La Paz empiezan a desplazar al Cuzco como principal zona productora de coca
durante el coloniaje. En el último cuarto del siglo XVIII, su producción oscila
entre los 230.000 y los 300.000 cestos; el 88 % de la misma procede de 341
haciendas, todas ellas propiedad privada de criollos o mestizos. Fue en esa
época que, ante la insuficiencia de la mano de obra local, los propietarios
empezaron a comprar esclavos africanos en el puerto de Buenos Aires.
Así fue como, durante el coloniaje español,
la coca entró a formar parte de una economía de mercado. Pero también se
integró en la cultura colonial bajo otras modalidades. Los médicos, por
ejemplo, la incorporaron a su farmacopea como medicamento contra el asma, las
hemorragias, los dolores de muelas, las fracturas de huesos, los vómitos.. la
diarrea, etc. Toda la sociedad colonial terminó haciendo uso de ella bajo la
forma de inhalaciones, infusiones o cataplasmas. En cuanto al hábito de su
masticación, trabajadores blancos, mestizos y negros también terminaron
rindiéndose a sus bondades.
Tras la expulsión del colonialismo español
en el primer cuarto del siglo XIX, la coca siguió ocupando un lugar destacado
en las costumbres y en la economía de las nuevas naciones andinas. Así, en
Bolivia, la producción yungueña sigue batiendo todos los récords: en 1882, sólo
200 haciendas producen más de 200.000 cestos anuales, pero 80 de ellas acaparan
el 75%. En la «Sociedad de Propietarios de Yungas» se concentran también los
intereses del grupo terrateniente local. Para pertenecer a ella, basta con
producir 25 cestos de coca por cosecha; pero el que produce más de 300 tiene
doble voto.
Mientras tanto, poco o nada ha cambiado en
la vida de los aymaras y quechuas, que siguen siendo la gran mayoría de la
población. Reducidos a una extrema pobreza, segregados de la sociedad oficial y
carentes de todo poder, su batalla es la de la supervivencia. Y. cuando la
paciencia se acaba, la de la rebelión en busca de un mañana mejor. Y en todas
ellas también los acompaña la coca.
2. Un
Viejo Debate
Si bien la coca forma parte de la riqueza
natural y cultura del mundo andino desde la más remota antigüedad, el debate
sobre la conveniencia o no de su consumo sólo comenzó con la llegada de las
culturas europeas.
Desde los albores mismos del coloniaje, los
invasores se pusieron a discutir acaloradamente entre ellos sobre si se debía o
no seguir «tolerando» la costumbre universal de usar la coca con que se
encontraron en el Perú. Así, mientras el «geopolítico» Juan de Matienzo
defendía las virtudes energéticas de la masticación de la coca en nombre de la
explotación de la fuerza de trabajo indígena («el zumo de la coca que se meten
a la boca les quita parte de la natural pereza y flojedad que tienen», 1567),
los oscurantistas del primer Concilio eclesiástico de Lima (1551) condenaban
cualquier empleo de la hoja a causa de sus «propiedades satánicas» vinculadas
con una religión pagana.
Sin embargo, todos los debates estuvieron
viciados desde el comienzo por una limitación inherente a ellos que aún
subsiste hasta nuestros días: han sido debates en el seno de las clases
dominantes, cuyos miembros (españoles, criollos, mestizos) se enzarzaban en
opiniones más o menos enfrentadas sobre la conducta que debían observar los
aborígenes, mientras que los verdaderos interesados no tenían ninguna
oportunidad de hacer oír sus puntos de vista. Además, desde el momento en que
hubo colonos que se pusieron a cultivar y mercadear la coca, toda opinión quedó
marcada por el juego de los intereses económicos.
Ese es, sin duda, uno de los factores que
más han entorpecido y desfigurado el debate sobre el consumo tradicional de la
hoja de coca: la falta de respeto y el colonialismo cultural de que han sido
víctimas desde las invasiones europeas todos los habitantes aborígenes del
continente americano. Desde los "conquistadores" del siglo XVI hasta
los tecnócratas del siglo XX, el punto de vista con que se ha enfocado la
cuestión de la coca ha sido casi siempre el punto de vista
"colonial".
Así, no sólo en el siglo XVII podían
escucharse exabruptos como el del cronista Huaman Poma de Ayala ("No dejan
el vicio y la mala costumbre sin provecho, porque quien la toma lo tiene sólo
en la boca, ni traga ni lo come") o, en el siglo XVIII, como el del
Intendente de Potosí, F. de P. Sanz: "No hay alguno de las castas dichas
que empiece a enviciarse en el mascado y jugo de esta hoja que por más ágil,
más activo y más laborioso que sea, no empiece a entorpecerse en todo hasta llegar
a un estado de estupidez."
En pleno siglo XX, la "Revista
Española de Antropología Americana", editada en Madrid (España), daba
curso a esta tesis "científica": "El hábito de la coca es uno de
los problemas más importantes que existe en los países cuyos aborígenes se
hallan entregados al vicio de esta grave toxicomanía que produce estragos y es,
quizá, una de las causas principales que tiene sumidos a más de siete millones
de indios, mestizos y blancos de América del Sur en un estado de apatía y
abulia (...) sin estímulo para adoptar los cambios materiales, el
progreso" (núm. 6, 1971, página 179).
Huelgan los comentarios. El carácter
neocolonialista cuando no racista de esta visión disfrazada de paternalismo y
progresismo salta a la vista. En cambio, los antropólogos opuestos al esquema
de visión "colonial" se han preocupado de averiguar primero qué
significa la coca hoy en día para los campesinos de Bolivia y Perú. De este
modo han descubierto lo que bien podría denominarse una "cultura de la coca";
es decir, han empezado situando el lugar que ocupa la coca dentro del universo
cultural indoamericano.
Buena muestra de esta nueva antropología es
la obra colectiva de los norteamericanos William Carter y P. Parkerson y de los
bolivianos Mauricio Mamani y José Morales, "La coca en Bolivia",
editada en La Paz (Bolivia) en 1980. En ella, los autores demuestran, mediante
encuestas, que, tanto en el campo, como en la mina o en la ciudad, los aymaras
y quechuas de Bolivia siguen masticando coca cuando trabajan, no sólo por
razones energéticas, sino también porque el coqueo ya forma parte de las
relaciones de trabajo.
La coca, sin embargo. tiene un radio de
acción que va más allá de sus virtudes fisiológicas: es un componente
fundamental de toda relación social. No hay circunstancia alguna en que se
encuentren varias personas, tanto hombres como mujeres, que no sea buena para
coquear. No se puede comprar una vaca u otro animal en la feria sin que el
presunto. comprador invite previamente al vendedor con un puñado de hojas de
coca; una vez entablado el coqueo, sólo entonces se podrá discutir el precio.
Ninguna autoridad local puede recibir la
visita de sus bases sin que éstas le ofrezcan coca como primer paso.
Igualmente, quien se beneficia de la ayuda de otros para cualquier trabajo
(recoger la cosecha o levantar una casa) ha de proveer de hoja de coca a sus
cooperantes como gesto mínimo de recompensa.
Sólo ahora se empieza a descubrir y
comprender lo que significa la coca para millones de personas. Como dicen los
autores de la obra citada, "en ninguna otra parte del mundo encontramos
una sustancia tan vital a la integración social como es la coca en las
comunidades andinas tradicionales."
Pero aún hay algo más. Independientemente
de su connotación de tipo religioso -con las hojas de coca se puede
"leer" el futuro o «indagar» en lo desconocido-, la coca desempeña
hoy en día también una profunda función sicológica. Se podría decir que el
hombre andino encuentra en ella uno de los pocos asideros que le quedan de su
identidad cultural. Sometido hasta hace poco a un régimen de servidumbre
humillante por el «hombre blanco», manipulado siempre por los amos, patrones,
caciques y generales de turno, acorralado y alienado en su propio territorio,
el aymara y el quechua (campesino, minero o cargador) encuentra en la coca una
especie de «refugio», que le da fuerza para seguir sobreviviendo en medio de
tanta adversidad. Mascando coca, afirma su identidad. La coca es su hilo de
continuidad histórica como colectividad que no se rinde ante la «civilización»
y el «progreso».
Como dice el antropólogo peruano Mayer, «la
coca es un poderoso símbolo de identidad y de solidaridad de grupo, que separa
claramente a los que están con ellos y los que no. De allí también la
frustración e impotencia que la clase dominante siente y que correctamente ve
en la coca una de las mayores barreras de penetración y captura de la
imaginación indígena. Y es por esto que tenemos violentos ataques a la coca y
los exagerados efectos dañinos que supuestamente causaría a la población».
Lo mismo pasa en Bolivia: «La minoría
hispánica dominante en Bolivia tiende a ver el consumo de la coca como una cosa
sucia, atrasada y, en algunos casos, inclusive como una costumbre peligrosa.
Tienen razón al desconfiar de ella, ya que es por medio del ofrecimiento y la
aceptación de la coca dentro de las normas tradicionales prescritas que los
habitantes de las comunidades indígenas de Bolivia establecen la confianza,
excluyen a los forasteros y conservan con orgullo su herencia propia» («La coca
en Bolivia»).
3. La
Coca en el Banquillo
En 1925, a orillas del apacible lago de
Ginebra (Suiza), se reunía la II Conferencia Internacional del Opio en el marco
de la Sociedad de las Naciones y declaraba a la coca «nociva para la salud».
Como era de esperar, la delegación boliviana se opuso y lo hizo en nombre del
consumo popular de la coca en su país. Ciertamente, no lo hizo por solidaridad
con la cultura de los pueblos andinos, sino porque los miembros de la
delegación no eran más que portavoces de los intereses económicos que defendía
la «Sociedad de Propietarios de Yungas».
Durante un cuarto de siglo, los productores
bolivianos de coca combatieron el veredicto de la Sociedad de las Naciones
argumentando que el uso tradicional de la hoja de coca por parte de los
habitantes autóctonos de los Andes no llegaba a rebasar los límites de las defensas
orgánicas y destacando, sobre todo, su valor nutritivo en vitaminas. En dos
ocasiones (1928 y 1948), los productores patrocinaron sendos estudios sobre los
beneficios del consumo de la coca, con el fin de contrarrestar la opinión
prevaleciente en la Sociedad de las Naciones.
Pero de poco valieron tales esfuerzos. En
1948, la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) bajo
influencia norteamericana ordenó una investigación sobre la coca y el hábito de
su masticación en Perú y Bolivia. Tras visitar ambos países en 1949-1950, la
comisión investigadora dictaminó que la masticación de la hoja de coca es
«peligrosa para la salud», aunque no es propiamente una toxicomanía. ya que
entre sus «efectos perjudiciales» figuran:
a) la «desnutrición», a causa del poder
inhibitorio de la sensación de hambre que poseen los jugos de la hoja
masticada;
b) «modificaciones desfavorables» de tipo
«intelectual y moral»,
c) la «reducción del rendimiento»
económico-laboral.
Esta tesis adquirió rango de dogma en el seno
de la ONU. Una vez sentada, la comisión procedió a recomendar que, en el plazo
máximo de quince años, la producción de la coca sea suprimida. Desde entonces,
la coca está sentada en el banquillo de los acusados de la ONU y es objeto, año
tras año, de toda clase de deliberaciones e informes a cargo de sus organismos
especializados.
¿Por qué tanta saña? Todo había comenzado a
fines del siglo pasado, cuando la hoja de la coca empezó a ser utilizada
también como materia prima para la elaboración de cocaína con destino a la
drogadicción.
Según uno de los informes anuales de la ONU
(1973), el uso de la cocaína como droga se extendió ampliamente en Europa y en
los Estados Unidos entre 1900 y 1910, para luego casi desaparecer del mercado
entre las dos guerras mundiales y aparecer otra vez al terminar la segunda. De
ahí la preocupación de la ONU.
Así, por ejemplo, en 1957, la Comisión de
Estupefacientes de la ONU se felicitaba de que, según informaciones del
gobierno boliviano, «la masticación de la hoja de coca está en camino de
desaparecer gracias a la aplicación de la Ley de Reforma Agraria y de la Ley de
Reforma Educativa, así como a la integración de todas las clases de la
población autóctona a la vida civil de la nación».
Dos años más tarde, sin embargo, la Comisión
de Control del Opio ensombrecía el panorama asegurando, en términos confusos,
que «la masticación de las hojas de coca es la causa principal del tráfico
internacional ilícito, al que también se dirige la fabricación clandestina de
cocaína».
En 1963, el Comité Central Permanente del
Opio dio el primer grito de alarma: el gobierno de Bolivia no está cumpliendo
sus compromisos con la ONU, pues, según datos de la Comisión de
Estupefacientes, la producción real de coca no sólo no estaría disminuyendo y tampoco
sería de sólo 3.000 Tm. anuales -tal como declaró oficialmente el gobierno de
Bolivia en 1962-, sino que llegaría a las 12.000 Tm. anuales, de las cuales
sólo la mitad sería utilizada para la masticación, quedando la otra mitad libre
para la fabricación clandestina de cocaína.
Bolivia aparecía, pues, así, por primera
vez, acusada de estar funcionando como país exportador de cocaína. Ante
semejante situación, el gobierno procedió a invitar a una misión especial de la
ONU, ante la que se comprometió, en enero de 1964, a:
1) Reducir la producción de coca hasta su
extinción total, en el plazo máximo de 25 años;
2) Hacer disminuir el coqueo hasta llegar a
su absoluta abolición, utilizando para ello, «por todos los medios, la
propaganda contra el hábito de la masticación: libros, escolares, prensa,
radio, cine, etc.»;
3) Luchar contra el narcotráfico y la
toxicomanía.
En 1965, la ONU se quejaba ante el recién
instalado régimen militar en Bolivia de que, quince años después de iniciada la
guerra contra la coca, «las seguridades dadas en varias ocasiones anteriores
por el gobierno han quedado sin efecto» y de que «hasta ahora no ha recibido
ninguna información sobre la aplicación de las medidas cuya ejecución inmediata
se había estipulado», expresando su confianza en la voluntad del nuevo
gobierno.
A partir de 1968 empezó a funcionar una
Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), que, desde su
primer informe, asumió acríticamente la opinión generalizada de que el coqueo
es «un pernicioso hábito arraigado desde hace mucho tiempo entre los indios
andinos» y «un problema sanitario local» que «obstaculiza el progreso económico
y social de aquella región».
Al mismo tiempo, la JIFE ponía otra vez el
dedo en la llaga de la confusión mencionando de paso que «en los últimos años
ha habido indicios inequívocos de la intensificación del tráfico ilícito de
cocaína». Sin embargo, el estudio de la Comisión de Estupefacientes sobre el
tráfico de drogas en el período 1970-1971 no incluye la menor alusión a Bolivia.
En 1971, la JIFE volvió a constatar el
fracaso de la política de la ONU en Bolivia («la Junta lamenta profundamente no
haber podido lograr, a pesar de los repetidos esfuerzos realizados, la
cooperación eficaz de las autoridades nacionales en el cumplimiento de los
tratados sobre estupefacientes») y lanzó al mundo dos nuevas tesis:
1) Mientras subsista el coqueo, es
imposible evitar la fabricación clandestina dé cocaína, que inundará el mercado
internacional,
2) La «comunidad mundial» cree que «la
buena vecindad internacional», exige «animar» y «ayudar» a los gobiernos de
Perú y Bolivia a que supriman el cultivo organizado del arbusto de la coca.
Siete años después, la JIFE reconocía que
«las dimensiones sociales, económicas y políticas de este problema son tales
que, a pesar de todas las declaraciones de buenas intenciones, no se ha
producido ningún retroceso de los cultivos». Era la confesión de casi treinta
años de miopía. Al mismo tiempo, la JIFE daba señales de estar tomando
conciencia de que el problema del narcotráfico de cocaína no es un asunto de la
coca, sino del mundo de las mafias, cuando planteaba que «sería deseable que
los gobiernos (...) se decidan a someter a pesquisas más estrictas los movimientos
de capitales vinculados al financiamiento del tráfico internacional de drogas.
Esto podría hacer posible la identificación de quienes lo financian, es decir,
de sus auténticos organizadores».
Resulta evidente que el punto débil
fundamental de la retórica de la ONU radica en la involucración que hace entre
dos asuntos diferentes e independientes -el de la masticación de la hoja de
coca y el de la elaboración de cocaína para el mercado internacional-, cuya
confusión nace del estereotipo que se creó en 1950 a partir del único estudio
internacional que se hizo sobre el terreno acerca de la significación del
coqueo. Y es que en la ONU también sigue predominando el punto de vista
«colonial».
4. La
Droga de los Ricos
El proceso que se sigue para la elaboración
de la cocaína es el siguiente: se abren en la tierra unos fosos de unos cinco
metros de largo por medio metro de profundidad y sus paredes se las reviste con
nylon o polietileno. En ellos se vacían los recipientes de hojas de coca, que
generalmente son fardos conocidos como «tambores», cubiertos con hojas de
plátano.
Las hojas de coca secas son mezcladas en
los fosos con ácido sulfúrico diluido en agua, que actúa como disolvente. La
masa que se forma es entonces pisoteada hasta que se convierte en una pasta.
Acto seguido se le añade kerosene, que hace que el alcaloide suba a la
superficie. El jugo es trasladado a unos recipientes adecuados, donde se lo va
secando en prensas y al sol. Con ello se ha logrado ya el sulfato de cocaína,
también llamado «base» o «pasta básica». Esta pasta puede ser mezclada con
tabaco y consumida como cigarrillo («pitillo» o «porro»), pero la dosis de
cocaína que inhala el fumador es ínfima.
Una vez obtenida la «base», el proceso
generalmente continúa. La pasta de sulfato es lavada para quitarle todas las
impurezas. Para esta operación se solía utilizar éter, pero debido a su olor
muy fuerte ha sido sustituido por acetona. Una vez lavada la pasta básica, se
le añade ácido clorhídrico y se obtiene el producto final: el sulfato se ha convertido
en clorhidrato de cocaína, es decir, en cocaína pura.
De 110 kg. de hoja de coca se fabrica 1 kg.
de sulfato base; con 2,5 kg. de esta pasta se obtiene 1 kg. de pasta «lavada» y
de ésta se puede sacar, dependiendo de la habilidad del químico, más de 600 gr.
de cocaína pura. Para que rinda más, se suele mezclar la cocaína pura con
polvos de talco o azúcar muy refinada; así, de 1 kg. de cocaína pura puede
llegar a sacarse hasta 10 kg. de cocaína adulterada.
La forma de consumo del clorhidrato de cocaína
es por aspiración nasal, para lo cual suele utilizarse cualquier instrumento en
forma de tubo (por ejemplo, un bolígrafo sin carga interna o un billete
enrrollado). Un gramo de cocaína pueda dar para un mínimo de 6 y un máximo de
20 aspiraciones; el efecto de una aspiración por cada fosa nasal suele durar al
menos 30 minutos. Pero esto, naturalmente, depende del grado de pureza de la
cocaína inhalada.
Es difícil precisar cuál es la dosis de
cocaína capaz de producir un efecto específico, no sólo a causa de la falta de
información, sino también porque en distintas personas se registran reacciones
diferenciadas. Así, una misma dosis puede producir en un individuo un estímulo
ligero, mientras que en otro la misma dosis puede crear una reacción paranoide.
Algunas experiencias de laboratorio sugieren que la cocaína tomada por vía
bucal no produce efectos eufóricos o sólo de forma muy mitigada. En cambio, por
vía intravenosa puede ser peligrosa.
Aunque aún no están suficientemente
estudiados los efectos de los demás alcaloides que contiene la hoja de coca
además de la cocaína, todas las opiniones concuerdan en reconocer que tanto la
hoja de coca como la cocaína eliminan o mitigan la fatiga, permitiendo al
consumidor entregarse a una actividad fisica determinada por más tiempo y con
más energía. A este respecto, ya Freud sentenció: «El uso más importante de la
coca continuará siendo el que los indígenas le ha asignado desde hace siglos:
convendrá tomarla cada vez que sea importante aumentar por un tiempo limitado
la eficacia física del cuerpo, sobre todo cuando no es posible el reposo y la
alimentación necesaria para ese exceso de trabajo.»
Pero hay una diferencia sustancial en el
consumo de la hoja de coca y de la cocaína. Según el informe de la comisión de
la ONU destacada a Perú y Bolivia en 1949-1950, los indígenas de estos países
consumen un promedio de 50 a 100 gramos de hoja de coca por día, lo que supone
una asimilación de unos 150 a 300 miligramos de cocaína. En cambio, el
consumidor de cocaína asimila de 50 a 150 miligramos de cocaína en una sola
aspiración y no experimenta una sensación de euforia más que después de varias
aspiraciones.
Sin embargo, el consumo repetido y
consuetudinario de la cocaína sólo en casos muy raros produce una intoxicación
o envenenamiento agudo. Aún con dosis muy fuertes no se llega a la pérdida del
control de si mismo. Tampoco produce trastornos sicomotrices (como el alcohol o
los barbitúricos) ni consta que, a la larga, cause lesiones cerebrales. Los
efectos físicos más frecuentes en adictos crónicos son las úlceras en los
tejidos de la membrana nasal y la pérdida de peso por falta de apetito. Los
trastornos sicológicos más frecuentes suelen ser el insomnio, la irritabilidad
y la ansiedad. Claro está que su uso incontrolado, como cualquier abuso de
medicamentos, provoca daños irreparables tales como la destrucción de la
membrana nasal, alucinaciones y hasta el colapso físico total.
En cuanto a la dependencia o «seducción»
que pueda crear el consumo habitual de la cocaína, los consumidores admiten
que, a pesar de su intensidad, el deseo de esta droga no dura mucho tiempo si
es que no se la llega a conseguir. Se denomina dependencia al deseo o necesidad
irresistible de continuar tomando la droga y de procurársela por todos los medios.
La dependencia puede ser física o sicológica. En el primer caso, la ausencia de
la droga va acompañada por trastornos somáticos de distinto tipo; si la
carencia es brusca, puede ir acompañada de lo que se llama «Síndrome de
abstinencia». Esta dependencia física no se da ni en el uso ocasional ni en el
consuetudinario de la cocaína.
En cambio, la dependencia sicológica es el
resultado de una apreciación personal y totalmente subjetiva de la necesidad de
la droga, de tal modo que no todos los consumidores la perciben con la misma
intensidad. En este sentido se puede decir que la dependencia que crea la
cocaína se parece a la que crea el hábito de fumar en los fumadores: aferrarse
al cigarrillo y echarle de menos cuando no se lo tiene en algo puramente sicológico.
Por todo ello, parece equivocado tipificar
a la cocaína como narcótico, pues este término designa (de acuerdo a su
etimología griega) algo que induce al sueño o causa embotamiento en la mente.
No es éste el caso de la cocaína. Al contrario, la cocaína estimula al sistema
nervioso central y, al igual que los anfetaminas, mantiene a la mente lúcida y
despierta. Tampoco provoca, como los narcóticos, la contracción de las pupilas
(miosis), sino más bien su dilatación (midriasis). En general, sus efectos son
todo lo contrario de los que provocan los narcóticos como el opio.
Son estas cualidades de la cocaína las que
la han convertido en una de las drogas más preciadas en la actualidad, sino en
«la» droga por excelencia, valorada ya no sólo en los medios tradicionalmente
consumidores de drogas, tales como el mundo del espectáculo y del arte, sino
también en los medios empresariales y políticos de Estados Unidos y Europa
occidental, donde se ha convertido inclusive en símbolo de distinción y de
opulencia. Y, aunque la heroína sigue siendo «la droga del pobre» y la
marihuana «la droga de la clase media», es evidente que la cocaína lleva el
camino de desplazarlas.